Torazo: un rincón de cuento en el corazón de Asturias

Perderse para encontrarse

No sé si fue el aroma del pan recién hecho o el silencio que parece tener eco, pero Torazo me atrapó desde el primer momento. Llegar a este pequeño pueblo, escondido entre montañas tan verdes que parecen inventadas, es como abrir la puerta a otra época. Aquí, las prisas no existen y el tiempo se mide en saludos y sonrisas sinceras.

Mientras paseaba por sus calles empedradas y casas de piedra con balcones coloridos, tenía la sensación de que cada rincón contaba una historia. Todo está tan cuidado que parece que el pueblo entero se empeña cada mañana en ser postal.

Entre hórreos y miradores

Lo que más me fascinó de Torazo fueron los hórreos ornamentados con flores. Son pequeñas obras de arte rurales que siguen desafiando al tiempo. Desde el mirador, la vista es sencillamente de película: valles infinitos, montes que se pierden en el horizonte y, con suerte, la silueta de los Picos de Europa recortándose a lo lejos.

Pasear por aquí es una forma de meditar sin darte cuenta. La quietud del pueblo, el sonido del viento entre las casas, los gatos dormilones al sol… todo parece una coreografía perfectamente improvisada.

Una pausa con sabor a café

Después del paseo, hicimos un alto en la Hostería de Torazo, un lugar que combina esa elegancia tranquila de lo rural con unas vistas que invitan a quedarse horas. Pedí un café y, honestamente, sabía distinto —quizá porque lo acompañaba el paisaje, la calma, o las risas compartidas en la terraza—.
Fue uno de esos momentos simples que se quedan grabados sin avisar.

La calma como souvenir

Cuando nos fuimos, comprendí que Torazo no se visita, se siente. Este pueblo es un refugio contra la prisa, un recordatorio de lo auténtico. Prometí regresar, aunque solo sea para otro café con vistas a un valle que parece soñar despierto.